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Vivir y resistir en las letras

Foto cortesía de «Otra Parte».
Por Alejandro Zapata Peña del programa de Comunicación Social y Periodismo, de la Universidad Pontificia Bolivariana, Medellín.

Entre versos y grafemas la escritora Marta Quiñónez trata de ocuparse de su  destino: la poesía. 

Una casa, varios libros y una hamaca bastan para una poeta que a veces piensa que no tiene historias para contar, pero que en algunos instantes cree que sí y  son muchas. Marta Lucía Quiñónez es un decir sincero para muchos, entre esa  franqueza no solo habita el ser poeta sino también el ser conversadora y  charlatana, el buen nutrirse, la amistad a través de las letras y el conseguir un  sinnúmero de textos cada vez que pasa por La Bastilla en el centro de la ciudad. Quiñónez quizá sea la hebra que une el paso entre lo duro y lo sublime que se  puede tornar el existir. Es escritora y desde niña nunca lo pensó. 

Elena Garro y sus cuentos se ubican en la gran lista de espera de obras que  tiene en su apartamento, pues son dos mesas las que sostienen más de 10 libros  de distintas ediciones, colores y aromas. Son pocos los días que pasa sin leer y  escribir en su diario en el cual las palabras brotan cada noche después de las  ocho. En su casa hay dos tipos de alimentación; la lectura y su alacena, casi que  su poética está ligada a su justo comer. “No tragar eso que nos venden, sino  alimento de verdad”. Quizá más joven no sabía qué comía, pero no eran tiempos  de pensar qué se llevaba a la boca. 

Quiñónez nació el 19 de abril de 1970 en un Apartadó bananero y violentado por  toda clase de grupos armados que asesinaron a muchos de sus amigos de  infancia y juventud. Terminó de 20 años el bachillerato y casi que todas sus  amistades salían de una vez a trabajar. “Todos nos convertíamos en mano de  obra seudocalificada para las bananeras, las mujeres a ser secretarias y los  hombres a ser capataces de fincas. En esa época no había universidad, había  un politécnico, pero era muy caro”.  

“A uno lo habitan otras potencias, sabía que tenía que salir de allá. Caminaba  mucho, como una sombra, todo el día como una demente pa’ arriba pa’ abajo,  preguntándole a la vida qué hacer”. Hermana de cinco, —2 mujeres y 3  hombres— fueron enseñados cada uno a irse por su propia cuenta a andar el mundo. “Mi mamá fue muy salvaje. No nos enseñó a querernos el uno al otro,  entonces todos fuimos por así decirlo ‘sálvese quien pueda’, qué hijueputas, aquí  ya no hay de otra. Yo me fui y me desconecté del núcleo de esa familia y me  quedé conmigo, uno anda solo en esta película”. 

Con sus amigos de infancia se juntaba para jugar fútbol, ir a las mangas a robar  mangos e incluso gallinas que no se pudieron comer porque los pillaron.  “Siempre Josepo se sentaba a mi lado y me conversaba, no recuerdo bien qué  hablaba, pero siempre lo hacía. Eso era agradable porque siempre estábamos  juntos, pero a la vez yo estaba sola, éramos muchos, pero al fin pocos”. Cuenta que la sexualidad empezó a avasallar a sus amigos y las hormonas bullían en la  sangre y se dispersaron por formar cada uno una familia o ser parte de los  paramilitares. De igual forma la sangre pululaba no solo dentro de los cuerpos  sino también afuera, ya que otro de sus amigos, Piponcho —recuerda— lo  mataron después de empezar a fumar marihuana. 

En un panorama algo similar al del Urabá antioqueño, Quiñónez llegó en 1991 a  una Medellín que sucumbía entre la violencia y el narcotráfico. Arribó al  corregimiento de Santa Elena, vivió 1 año y luego conoció lo que sería su hogar  por varios años, Castilla. Aquellas potencias y pulsiones a la escritura hicieron  que Marta comprara su primera máquina de escribir que le costó 35 mil pesos  que pagó con cuotas de 3 mil que recogía en una pequeña empresa donde hacía  troqueles para zapatos. 

“Siempre escribí a mano, pero luego transcribía todo lo que copiaba en los  cuadernos, entonces a veces ni entiendo lo que yo misma hago”. Entró a los 24  años a estudiar Psicología gracias a que se ganó un concurso de poesía en  Apartadó. “Una amiga envió los poemas y a mí se me había olvidado, gané el  concurso, invitaron a los jurados y a mí no… me di cuenta y esa misma noche  me fui en bus y me gané 200 mil pesos. Con esa plata pagué el primer semestre  de la carrera”.  

Después de adentrarse más en las dinámicas urbanas fue conociendo amistades  que serían un puente entre la academia y el barrio, una de ellas es John Mario  del Río, quien estudiando Filosofía en la Universidad de Antioquia conoció a la  Marta Quiñónez que empezaba a estudiar Filología Hispánica. “Nos encontrábamos en el Aeropuerto en una mesa donde íbamos muchos. Ella  siempre sin medir su verdad y las formas de decir las cosas, no un decir mal  hablado sino contundente. Así empezamos a hacernos muy amigos”. 

Narra que ha sido una persona muy amiga de los bares, La Verija en Castilla y  sus primeros acercamientos con John, La Artería en pleno centro con tertulias  de literatura, poesía y que no faltara la cerveza, la cual piensa que aprendió a  tomar, pues le ofrecieron drogas a las que todas les dijo no. 

Tampoco callaba en el papel, cuenta que desde sardina escribía los sueños. “Y eso que no conocía a Freud ni a Jung. Escribía historias largas, tenía una pésima  ortografía y caligrafía. La ortografía sí la fui corrigiendo, pero la caligrafía no la  cambié nunca”. Con pensamientos jocosos recuerda a su profesora de primero  de primaria —la cual asemeja con las profesoras grotescas que narran en la  literatura— quien le pegaba por escribir con la mano izquierda. “Pero como  vivíamos cerca a la casa de ella, mi hermana y yo le pegábamos al hijo, para  vengarnos de la vieja esa ja, ja, ja”.  

Desde esos primeros vínculos con el lápiz y el papel, escribe como si fuera una  condenada que sabe que va a morir. “No he sabido decir más de mí que lo que  sale de mi propio corazón”. 

Y de su propio pecho han salido Continente Mohíno (1996), Noctívago (1998),  Acantilado (1999), Abecedario de Eximición (2000), Eva (2001), Kartalá (2002),  Arcanos (2006), No (2010), Conversaciones en Comala (2012), Dame tu canto  ciudad (2012), Paréntesis (2013) y su más reciente obra: Casa (2019). “Su ser  se desnuda y genera una conexión única con el lector”, recalca Néstor López, director de la Corporación Ateneo Porfirio Barba Jacob y amigo de Marta por más  de 25 años. “Marta es una mujer que vive en las letras, donde esté siempre  estará hablándote de autores y literatura, es una vida ‘entre letras’. Es un animal  literario”. 

Vive y habita las letras, ya que desde 1994 La Bastilla ha sido de sus lugares  más frecuentados, nunca se ha despedido del lugar. “El 95 % de mi biblioteca  son libros de segunda y el resto son libros nuevos”. El vivir en las letras la llevó  a ganarse varios premios y becas entre ellos la Beca de Creación en Poesía 

(2011) del municipio de Medellín, el Gran Premio Ediciones Embalaje (2012) en el XXVII Encuentro de Poetas Colombianas, Narrativas de vida y memoria (2014)  por el Centro Nacional de Memoria Histórica con el libro Nombres Propios.  Además, su onda poética le ha permitido viajar; en el 2000 a África al Tercer  Festival de Poesía de las Islas Comoras y en el 2003 al Encuentro de Poetas del  Mundo en La Habana, Cuba.  

Además, viajó a España y terminó Magíster en Comunicación y Educación  Audiovisual en la Universidad Internacional de Andalucía, aunque afirma que  estudiar le ha dado títulos mas no le ha servido ni para escribir un poema. No se  enorgullece de eso. “Solo ha sido una manera entretenida de vivir mientras llega  la que sabemos…”. Sergio Cano, quien la apoyó en el proceso del máster, 

expresa que su mirada es fuerte, su resiliencia y lo mística que es resalta en su  imagen, “es una amistad muy mágica”. Agrega que muchos dicen que no escribe  como se expresa debido a su irreverencia.  

Pero parte de su irreverencia es su grito de inconformidad contra las dinámicas  de un mundo laboral esclavista. “No tengo ojo de vida para entregarme voluntariamente a los contratistas modernos que en antiguas épocas se  llamaban ‘esclavistas’”. Sin embargo, hoy trabaja para la Secretaría de  Educación de Medellín en proyectos de las bibliotecas escolares de los colegios  públicos de la ciudad. Pero para lo que sí tiene ojo es para hacer recetas con su  amiga de barrio y de cocina Nidia Peña, quien dice que el té chai también hace  parte de su poesía al combinar su sazón con sus versos. 

Por ahora en su casa cuelga la hamaca y los libros que permanecen como  huéspedes que esperan ser leídos, se bandea de su trabajo con las bibliotecas  y en los eventos en los que es invitada. “Ella se hizo en la calle. Encuentra la  poesía por todos los rincones que ella anda. Marta escudriña allá donde nadie  quiere buscar”, destaca Diana Restrepo directora del Festival Infantil de Poesía  de Medellín en el cual Quiñónez ha sido jurada, Restrepo añade que quisiera  que Marta estuviera en el Festival eternamente ya que tiene la capacidad de  hablar de lo crudo y a la vez del ‘mundo de las nubes’.  

Por ahora su ‘crudeza’ y sus fuerzas literarias siguen en editar ella misma sus  poemarios y salir a venderlos. Aunque le suene como una güevonada, Marta no  tuvo hijos, pero sí poemas.

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