Por Valentina Castañeda del programa de Comunicación Social-Periodismo, de la Fundación Universitaria Los Libertadores, Bogotá.
Su presencia era alegría en cualquier lugar, su sonrisa era característica de un ser espontáneo que con una simple mirada irradiaba luz, ese era Stiven, que, a sus 21 años, la muerte se cruzó en su camino.
Su pasión era la música, todas las mañanas se sumergía en las notas musicales que emanaba su guitarra, al tiempo que iba componiendo una nueva melodía; contemplar la naturaleza era su mejor pasatiempo, y al ritmo de su bicicleta recorría largos trayectos hasta toparse con algún pueblo que le permitiera disfrutar de aquel paraíso.
Era la noche del 02 de octubre de 2015, el joven y sus amigos se encontraban reunidos en el apartamento de uno de ellos, que se ubicaba a pocas cuadras de su casa; en medio del buen ambiente y la buena música, todos se sumían en la distracción de compartir juntos una vez más.
La madrugada se asomó y Stiven decidió partir a las 2:30 de la mañana, tambaleando un poco por los efectos del alcohol, camina hasta la calle en compañía de Jhon, uno de sus compañeros y amigos, se despiden y ambos toman vías opuestas.
En el silencio oscuro de la ciudad, la lluvia incesante empañaba los vidrios de los vehículos que transitaban, en ese momento, el chico cubrió su cabeza con la capucha de la chaqueta para cruzar el carril, pero de repente, un estruendoso ruido paralizó por completo los pocos transeúntes que circulaban, algunos taxistas se detuvieron a detallar el suceso, el panorama era angustiante, un cuerpo arrollado y el auto implicado totalmente volcado a diez metros de distancia.
A simple vista las gotas de sangre sobresalían del cuerpo de aquel muchacho, con sus jeans rotos y unos cuantos raspones en su rostro, brazos y piernas. El impacto fue tan fuerte que, a pocos metros de distancia Jhon se percató de algo extraño y se devolvió. Al regresar la escena era impactante, inmediatamente los gritos de auxilio alertaron a sus demás amigos que solicitaron ayuda.
A las 2:50 de la madrugada, la noticia llegó a oídos de María, la madre de Stiven, sobresaltada y abrumada, se cambió, tomó su bolso y se movilizó al lugar. La Clínica del Occidente fue la encargada de recibir el trágico accidente, el primer informe clínico se basaba en una fractura en su pierna derecha, esto detuvo la angustia de la mujer, pero tras horas de permanecer en observación a la espera de un dictamen oficial, un médico fijó su mirada en el joven, pues algo llamó su atención, alzó la sábana que cubría la mitad de su cuerpo y palpó suavemente su abdomen, a partir de ese instante su destino dio un giro abismal.
— En ese momento me preocupé porque sabía que algo grave estaba pasando—, recuerda su madre el triste momento con sus ojos nublados de tristeza.
Después de un par de ecografías, el resultado se basó en un politraumatismo abdominal, su hígado y páncreas se habían reventado causando una hemorragia interna, que lo obligó a ser intervenido quirúrgicamente, pero las probabilidades de vida eran mínimas, casi nulas.
Cuatro días después, su pronóstico era crítico, su cuerpo estaba totalmente inflamado, su pierna estaba paralizada y cubierta con un fijador externo de metal, rodeado de cables y en una sedación profunda permaneció durante veinticinco días. A partir de ese momento fue sometido a constantes cirugías, tres o cuatro por día, al punto, que los especialistas optaron por dejar su abdomen abierto para realizar todos los procedimientos necesarios.
Cumplido el tiempo del coma inducido, sin noción del tiempo y entre alucinaciones, Stiven despertó y allí a su lado estaba su amorosa mamá acariciando su rostro, todos los días estaba a su cuidado como un bebé; así fueron pocos los instantes que transcurrieron con serenidad y esperanza, pues nunca se tuvo un parte de recuperación estable, para la familia el panorama era alarmante, la incertidumbre, el desasosiego y la tristeza fueron los sentimientos que invadieron durante los próximos dos meses, llenos de tratamientos, medicamentos, exámenes y cirugías.
La mañana del 16 de diciembre de 2015, María llegó a la clínica para visitar a su primogénito, pero ya la situación estaba salida de control, el equipo médico le confirmó que el estado de su pequeño se había deteriorado, tanto así que su pulmón, hígado y demás órganos ya estaban destruidos, ahora su labor era guiar a su hijo hasta el último palpitar.
Ella informó a su familia y todos se desplazaron a las afueras del hospital, hasta tener la oportunidad de ingresar uno por uno para darle el último adiós, mientras ella no se despegaba de su lado, los huesos enmarcaban la silueta de su cuerpo, la pérdida de calor era notoria con un tono morado en su piel y su ser agonizaba lentamente. El reloj marcó las 8:30 de la noche, el tiempo se detuvo y el llanto desgarrador anunció su fallecimiento.
Partió una sonrisa arrolladora, un espíritu risueño y soñador que voló muy alto para descansar, su recuerdo permanece intacto en cada corazón, con el dolor penetrante de su ausencia en cada navidad, año nuevo, cumpleaños y el resto de los días.