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El asesinato social: silencio e indiferencia

Por Angélica Patricia Mirando, estudiante del programa de Comunicación Social y Periodismo de la Corporación Universitaria Minuto de Dios.

En julio de 2021, Bogotá contaba con 9.538 habitantes de calle según el censo realizado por el DANE, tristemente esto no es más que una cifra, hoy, un año después de ese censo, el índice de personas que habitan las calles de la ciudad sigue creciendo; las políticas distritales además de no convencer, no son lo suficientemente eficientes, lo preocupante, no es solo eso; la verdadera alarma radica en la absoluta indiferencia que el ciudadano del común le brinda a esta problemática social.

La sociedad ha estigmatizado a los habitantes de calle de una manera cruel, frente a este tema hay opiniones distintas, sentimientos cruzados y por supuesto experiencias de vida y testimonios diferentes. Una mirada desde la realidad hoy es narrada por Carlos, “el mono” un habitante de calle que ha sufrido los estragos de una cultura que no sensibiliza, sino que anula y mata socialmente a todo aquel que no cumple los estándares que dicta la comunidad, desde su cambuche, “el monito” hoy cuenta su historia.

El ambiente que rodea a “el mono” como le gusta ser llamado a Carlos José González Díaz, un hombre de 47 años que por vueltas de la vida terminó en la indigencia, últimamente es frio, un poco más que de costumbre. Su realidad está pasada por agua, por las inclemencias del clima citadino, pero, sobre todo, por la indiferencia de las gente que al verlo, quizás lo primero que piensa es que él es un delincuente más.

Está aislado en el rincón de un parque que pocos frecuentan, este lugar permanece lleno de hojas secas, de la basura que dejan los transeúntes, de mosquitos, barro y charcos producto del descuido que la comunidad le da a este espacio; sin embargo, allá, en ese rincón, está el hogar de Carlos. Un cambuche improvisado con pedazos de tejas que la gente ha desechado, cartón y plástico que ha encontrado en la basura y un par de cobijas que, Blanquita, “un alma de Dios,” le regaló. Papeles de todas las clases, tamaños y colores adornan el improvisado hogar del mono, y, ahí está él, esa es su casa, su refugio.

Su ropa está sucia, pero en buen estado, carga con él diferentes envases desechables de comida que le regalan y como pieza infaltable de su “outfit” lleva las botellas de alcohol antiséptico junto a las envolturas vacías de “Frutiño,” ingredientes que mezcla y forman la peligrosa bebida que consume a diario conocida como “chamber.”

Es curioso, pero hablar de Carlos, implica traer a la memoria que con él siempre tiene un libro de lo que sea, tiene biblias; libros mormones, folletos de los testigos de Jehová, libros de historia mundial, de metafísica, periódicos viejos y hasta una revista Tv y Novelas de hace más de 6 años. Sin duda alguna al “monito” le gusta leer, seguramente fue un hábito que adquirió para no notar el paso lento del tiempo, sin embargo, leer le ha servido para adquirir una fluidez verbal que no es característica de los habitantes de calle, este hombre tiene conocimiento de cultura general que muchos “hombres de bien” desearían tener y paradójicamente dan más ganas de entablar una charla con él, que con cualquier ciudadano “Divinamente,” de esos que habitan nuestra amada Bogotá.

El interés que Carlos tiene por los libros y por la cultura en general, es el vivo ejemplo de lo estigmatizada que está la sociedad, del nivel de prevención y de mitos y estereotipos que envuelven a los habitantes de calle, pues, seguramente, muchas personas ignoran que es un hombre con el que da gusto hablar; aunque su apariencia no es la que políticamente debería, y aunque la vida en la calle deja un buqué pesado que no siempre resulta agradable para el olfato, su cultura, su inteligencia y su nobleza solo invitan a seguir hablándole, y ojalá a desenmarañarle los recuerdos de su vida pasada, a descubrir qué fue tan fuerte como para empujarlo a vivir en la calle.

Hasta ahora todo parece normal, en un entorno en donde es común ver habitantes de calle, hombres y mujeres en la indigencia, quizás es por eso que la gente pasa por el lado de Carlos y no lo determina, lo anula, lo sesga, es como estar mirando un paisaje y cortar un árbol solo porque no está en armonía con lo que la sociedad entiende como bello, es terrible ver que las personas tienen el absoluto poder de matar a alguien sin causarle ninguna herida física; lo que está claro es que aunque las heridas no se notan, están ahí, en la mirada de ese hombre que está contando su vida, que me deja entrar a su espacio y que permite que descubra la calidad humana detrás de una ropa harapienta, rota y sucia.

Mis ojos se van a la esquina derecha del parque que acoge al mono, hay en ese lugar una iglesia cristiana, bastante grande y ostentosa, la gente del barrio la frecuenta, el pastor o líder de esa comunidad religiosa parece ser querido y respetado por todos, por un momento miro a Carlos y le pregunto si ha buscado ayuda en ese sitio, pues, se supone que en nombre del Dios al que oran, todos merecen una mano extendida, sin embargo, con resignación en la mirada, la voz baja y un tono cómplice, Carlos exclama: -“No, señorita, si ahí es donde peor me han tratado, hace unos días una de las viejitas que viene al culto me dijo que yo no era digno de entrar a la casa de Dios así borracho, que me fuera y que no molestara, que mis vicios no eran problema de nadie.”-

El problema está bien arraigado, no solo en la cultura y en todo ese tejido social que se ha formado carente de información y argumentos, sino que también viene de la religión, de la mojigatería de creer que ir a un templo, dejar diezmo, escuchar sermones y darse golpes de pecho es suficiente para ser un buen cristiano, al Mono, sin más ni más le cerraron la puerta de un lugar que representa siempre bondad, misericordia y redención.

El líder de esta iglesia es un hombre elegante, distinguido, aparentemente es educado, debe que tener academia en alguna rama; es trabajador y exitoso, no titubea cuando habla, mira a los ojos con un dejo de altivez que se camufla con seguridad, su camioneta, su ropa, el reloj que tiene puesto y el delicioso olor a perfume, hacen ver que no le ha ido mal en la vida “gracias a Dios.” Y, sin dar demasiadas vueltas, me encuentro con los dos polos de los estigmas sociales: miro a Carlos, con su humildad, su fragilidad y con la calle encima, en la piel y en el alma; luego miro al pastor, tan bien puesto, tan elegante… Ahora entiendo por qué el ser humano tiende a deshumanizarse en algunos casos. Y es que la vida, definitivamente no trata con la misma mano a todas las personas, y quienes tienen noción de esa premisa, no hacen nada para equilibrar la balanza, por el contrario, buscan el beneficio propio por encima de lo que sea; bien decía Thomas Hobbes que: “El hombre es un lobo para el hombre.”

Disculpe, pastor, ¿le puedo hacer una pregunta? – “Pregunte, eso sí, le pido que sea breve por favor, ya va a empezar el culto, no tengo tiempo.”- el contraste al abordar al pastor Ricardo, es inmenso, sin embargo, todos pueden tener malos días, o afanes, o pocas ganas de saciar curiosidades, por eso omito la prevención frente a la respuesta del pastor y prefiero agradecerle, quizás otro día tenga la suerte de hablar con él. Con rapidez el hombre pasa por el lado del Mono, omite ese cálido saludo que él le ofrece, y, entra a su iglesia, es hora del culto, no hay tiempo que perder, la batería da el preámbulo perfecto y entre alabanzas y canticos comienza la celebración religiosa, el ambiente de ese lugar es tenue, la temperatura tibia es perfecta, las personas sonríen con una gracia singular y entre unos y otros se crea una camaradería interesante de observar, al momento de la intervención del pastor Ricardo, este, es muy elocuente, se nota a simple vista que ha estudiado la biblia, conoce de versículos, se desenvuelve bien en su palabra y a las personas que asisten allí, su sermón les cae como un bálsamo en el alma. Este hombre habla con seguridad del amor de Dios y de la bondad y misericordia que Jesucristo predicó.

Al finalizar el culto, los feligreses se disponen a compartir un poco unos con otros, hablan y se escuchan en el recinto carcajadas, comentarios en voz baja con tonos de complicidad, las señoras comentan unas de otras y los hombres hablan de futbol, todos celebran al pastor por su excelente predica y exaltan su don, -“¡Ay! Pastor, usted es un instrumento de Dios, definitivamente no sé qué haríamos sin usted.”- comenta una señora mayor que después de sus halagos, se cubre la cara con una bufanda y camina fuera de la iglesia.

Una olla grande y humeante, se instala a la salida de la iglesia; una servidora del lugar le ofrece agua aromática, no solamente a los asistentes al culto, sino a los transeúntes que pasan por el parque. -“Buenas noches, sumercé, ¿le provoca una agüita? ”- pregunta la servidora a una señora que va pasando por el frente de la iglesia. –“Bueno, si señora, gracias.”- la servidora rápidamente le sirve la aromática a la mujer que parece ser vecina del barrio, esta, la recibe y sin titubeos se dirige directamente a la banca del parque donde está sentado el protagonista de la historia. Carlos levanta la mirada, toma la aromática a dos manos y le agradece a la “vecina” quien adicionalmente, le entrega una cajita con comida.

Esa mujer de estatura media, cabello corto, cuerpo robusto y dulzura en su rostro nos dio a todos los que la vimos una lección. La servidora de la iglesia sin darle crédito a lo que había visto solo atinó a decir –“Sumercé, esa agüita era para usted.”- a lo cual la vecina respondió: -“Le agradezco mucho doña Ruth, pero yo no tengo frio, en cambio ese pobre hombre ya se pateó un aguacero ahí sentado, si puede más bien más tardecito le regala otra agüita para que se caliente y que mi Dios le pague.”- Doña Blanca, ha sido de las pocas habitantes del barrio que ha visto al Mono como un vecino más, -“¡Ay! es que ese pobre muchacho yo siempre lo veo ahí sentadito leyendo, no le hace mal a nadie, ayuda a cuidar el paso por ese potrero cuando esta oscuro y pues, por más sucio que esté es persona, yo pienso es en mis hijos, en mis sobrinos, en que uno no está exento de las desgracias y que a uno no le gustaría que lo trataran como un delincuente, además, un
platico de comida, un saludo y una sonrisa no se le niega a nadie.”-

La normalización de conductas excluyentes en la comunidad, específicamente las que anulan a actores como los habitantes de calle, hacen que estas problemáticas se prolonguen y no tengan soluciones verdaderas, pues, al ser fenómenos sociales, alteran los procesos comunicativos y culturales y crean un tejido de sentido en donde, estará bien visto aislarse de los indigentes, estigmatizarlos a todos como indeseables y por supuesto omitir su presencia en los diferentes lugares de la ciudad.

La mayoría de las personas omiten al habitante de calle, porque afirman temerle a sus reacciones violentas, hecho que muchas veces está justificado, sin embargo, no siempre la reacción del ciudadano de calle es violenta, no todos son agresivos, y, pues, si el ciudadano no hace la tarea, si no se humaniza un poco más, se quedará escudado en su miedo y seguirá siendo cómplice de una problemática que azota la ciudad y que está lejos de terminar.

Hoy vemos la vida desde la mirada de Carlos, a través de los ojos de este hombre que abre su corazón para narrar con la suavidad que lo caracteriza, la historia que aclarará la pregunta que ya todos se han hecho: ¿Por qué Carlos vive en la calle? Él se queda mirando un punto fijo de ese pasto que recubre el parque que lo resguarda, y empieza a narrar su historia de vida.

-“Siempre fui un chino pilo, pero atolondrado con las mujeres, por eso nunca me casé, me quedé a cuidar de mi mamita y de mi hermano que es especial, pero no me vaya a creer que especial en el sentido romántico, mi niña, no, mi hermanito nació con síndrome de down y eso marcó a mi mamá porque ella nos crió sola, mi papá se fue por cigarrillos y no ha vuelto.”-

Después de esa coloquial frase que narra el abandono de su papá Carlos sonríe y prosigue: -“vea mi niña, yo empecé a estudiar juicioso, me gradué del colegio y me puse a trabajar para ayudarle a mi mamita, luego estudié en el SENA para ser archivador, me conseguí un buen puesto y estaba muy juicioso, pero no faltan las malas amistades y uno es débil, entonces empecé a tomar, comencé con una que otra cerveza, de ahí pasé al aguardiente y así seguí, hasta que ya nadie me pudo frenar, llegaba de madrugada a la casa, asustaba al niño y gritaba a mi mamá, entonces un día ella me dijo que como me gustaba tanto la calle pues que me quedara allá, que ella no iba a sacrificar su vida ni la tranquilidad del niño por mi alcoholismo.”-

Perdido en sus cavilaciones Carlos se discrimina a si mismo por haber actuado así, -“si hubiera sabido que la juventud no me iba a durar, mi niña, pues, vea usted; yo me puse de rebelde y le tomé la palabra a mi mamá, me fui y empecé a vagar por la ciudad y pues para mantener mi vicio conseguía trabajos temporales en lavaderos de carros, o de jalador en los restaurantes. Prefería no comer para tener como tomarme mis tragos, todos mis amigos me dieron la espalda, y cuando me di cuenta ya estaba así como sumercé me ve, ya era tarde, me había vuelto alcohólico de verdad, dormía en la calle, vendía mis pertenencias y no socializaba con nadie, me volví un loco para los demás ya la gente hacia lo que hacen los vecinos de por aquí, me miran pero no me ven…”-

Como es de suponerse la salud de Carlos al momento en el que hablé con él, no era la mejor, cada día se veía más débil, pero cuando le pregunté si estaba bien me dijo que tenía una tos vieja que ya no lo dejaba solo, que era normal, que con un traguito se le pasaba. El Mono siempre evadió esa pregunta, nunca habló de su salud, y como yo no quería dañar la entrevista que le estaba haciendo, los días que nos vimos no pregunté más al respecto.

Carlos, ¿usted por qué dice que las personas no lo ven? Le pregunté. –“Fácil, mi niña bella, no hay que ser el más inteligente para ver que las personas cuando lo ven a uno de “desechable” le pasan por el lado como esquivando mierda, no miran porque creen que uno tiene un virus que se contagia si lo ven a uno, ni saludan, no se detienen a ver si uno está vivo, dormido o muerto. Carlos tiene razón sin embargo él mismo dice que entiende que la gente crea que él es un “gamín” y que por eso no le hablen, ya que días después, cuando volví a verlo me alteré al ver que tenía una serie de heridas y moretones en el rostro y que estaba caminando cojo.

Carlos se había enfrentado a otro habitante de calle en días pasados, todo porque Diego, “el Loco” le quería robar la cobija y él no se dejó. Si el Mono antes daba miedo, ahora con esas heridas asustaba más, las señoras que pasaban junto a él, corrían apretando su bolso, seguramente esperando que él no las agreda ni física ni verbalmente; y, todas estas reacciones de defensa, tan propias de las personas que se limitan a habitar una ciudad sin conocer las problemáticas de la misma, son el reflejo de todo lo que está mal en nuestra cultura, de todo lo que estamos comunicando de manera equivocada, de cómo nos han educado en una cultura del miedo en donde todos los ciudadanos de la calle van a querer robarnos, matarnos o agredirnos y aunque muchas veces esas agresiones temidas suceden, la mayoría de los casos, el miedo que se siente hacía el habitante de calle no tiene cimiento, a veces es miedo, otras veces simple indiferencia. Es
por pensamientos como esos que muchos vecinos del barrio la palestina mataron a Carlos una y otra vez, lo omitieron, lo anularon, lo borraron del plano real y lo vieron como un pedazo de basura, como mal lo llamaron muchas veces: DESECHABLE.

En Bogotá hay muchos “Monos,” solo que están en los rincones de los parques, en las esquinas de las iglesias, otros limpiando vidrios en los semáforos, y así cada uno en su realidad, siendo asesinado socialmente por nosotros, porque no nos detenemos un momento y miramos con compasión a esa persona que nos da miedo pero que, nunca nos ha hecho daño.

El asesinato social es más frecuente de lo que se puede estimar, ocurre todos los días, de forma consciente e inconsciente y es un arma que le hemos heredado a nuestros hijos y a las nuevas generaciones, matamos todos los días al “gamincito” del barrio porque huele feo, porque nos pide monedas, no lo miramos, no lo atendemos, no le damos su lugar en la ciudad. El habitante de calle existe, habita la ciudad, ocupa un lugar en ella, igual que nosotros, es persona y no siempre fue habitante de calle, no estamos llamados a hacer juicios de valor sobre la vida de nadie, pero si estamos en el deber ético, moral y socio-cultural de darle el respeto que se merece como persona.

A Carlos primero lo mataron las personas, lo mataron todos esos saludos que no tuvieron respuesta, lo mató quedarse con la mano extendida pidiendo un poco de caridad en las puertas de una iglesia, lo mató primero la indiferencia. Luego se lo llevó una cirrosis que le pasó la cuenta de cobro en días recientes porque su hígado colapsó, los resultados de una vida llena de estragos, de pruebas y de sufrimiento lo dejó sin poder despertar, acostado en su cambuche, como bien lo mencionara en nuestro último encuentro, nadie se detuvo a ver si dormía, si estaba vivo o muerto. No tuvo un último adiós, no sé si sintió dolor antes de morir, lo que sí sé es que aún podemos hacer algo para cambiar esta problemática social y para incorporar de nuevo a la vida a tantos
miles de habitantes de calle que realmente quieren salir de la indigencia, pero que no pueden porque la sociedad no les da una oportunidad, porque no se les reconoce, porque no los vemos.

Ojalá no se repita la historia de Carlos, Carlos José González Díaz, está crónica es para para usted, honra su memoria y pretende que un día la realidad de los ciudadanos, de los habitantes de calle cambie y ya nunca más sean asesinados por la sociedad inclemente que sigue dejándose llevar por apariencias y no por el corazón. Gracias Monito.

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