Foto: Andrés Julián Galeano.
Entrevista
Por Andrés Julián Galeano, estudiante de Comunicación Social, noveno semestre de la Universidad Autónoma de Bucaramanga.
Ana María Matheus Igarra lo tenía frente a sus ojos. Era el Puente Internacional ‘Simón Bolívar’. El mismo puente por donde un año atrás caminó junto a su esposo Juan García y sus tres hijos para llegar a Colombia. Había estado viviendo en un apartamento ubicado al suroeste de Bucaramanga. Pero debido a la difícil situación por la que atravesaban a causa de la cuarentena, decidieron devolverse a Venezuela, el país en el cual habían nacido.
Ya había pasado más de siete horas desde que, al no encontrar transporte hacia Cúcuta, la familia había comenzado su viaje en la parte trasera de un camión. Estaban agotados, sedientos y tenían hambre. Pero la alegría de pisar de nuevo su tierra los llenaba de felicidad. Tan solo les faltaba transitar 315 metros para ver de nuevo a sus familiares, amigos y vecinos.
— Ya son las cinco de la tarde, no pueden ingresar. El puente está cerrado — pronunció un guardia de la Fuerza Pública Bolivariana.
Ante la imposibilidad de cruzar la frontera, el desespero se apoderó de Ana. El dinero no les alcanzaba para pagar un hotel y según varios transeúntes, días antes habían asesinado a dos jóvenes en ese mismo lugar. Necesitaban llegar lo más rápido posible a territorio venezolano, y la única solución era pasar por debajo del puente. Así que contrataron a cuatro personas
para que les indicaran el camino y los trasladaran por aquel sendero oscuro y peligroso.
Ana tomó de la mano a sus tres hijos. Comenzó a caminar. Delante de ella estaba su esposo. Él llevaba las maletas. El trayecto era rocoso, pues el calor de aquel verano había secado el río Táchira. No había nadie por aquel camino. Excepto un hombre que al verlos les dijo con una voz autoritaria:
— Si quieren pasar por esta trocha, deben darme 100.000 pesos. Sino busquen otro recorrido.
Ana miró a Juan. Los dos sabían que no tenían ese dinero. Lo poco que tenían lo habían utilizado para pagarle a los jóvenes unos minutos antes. Así que se regresaron unos metros. Entre más caminaban, la noche más se acercaba. El peligro era inminente. Tras marchar por media hora demás, las luces de la ciudad alumbraron sus ojos. Habían llegado a Venezuela. Estaban por fin en su país.
Cansados de su larga travesía, se trasladaron a la terminal de San Antonio de Táchira en medio de la oscuridad. Iban a tomar un bus hacia su pueblo natal. Pero una noticia les cambió todo el panorama.
— Actualmente no estamos haciendo viajes hacia ningún Estado. Primero deben pasar un aislamiento obligatorio en un albergue. Esas son las órdenes del gobierno — les indicó un funcionario de la guardia nacional mientras los conducía hacia su nuevo e inesperado destino.
La familia estuvo en aquel lugar durante 15 días y pasado ese tiempo, el equipo médico los trasladó a otro refugio ubicado en el Estado Cojedes. Al llegar al sitio, les realizaron la prueba de detección del coronavirus y, mientras esperaban los resultados, Ana decidió ir con su esposo e hijos a instalarse en su nuevo hospedaje. Ya faltaba poco para estar de nuevo en su hogar. Mientras estaban en la habitación, tres personas tocaron su puerta:
— Necesitamos llevarnos a su hija mayor, el resultado de la prueba salió positivo — les indicó un médico junto a dos personas de la Protección Civil que vestían trajes blancos.
Ana, sin pensarlo, regresó toda su ropa a la maleta lo más rápido que pudo. Tenía solo veinte minutos para empacar. Se iría con su hija a otro hospedaje para garantizar el aislamiento de la pequeña de sus demás parientes. En ese momento su niña la necesitaba. Ella era su prioridad. Por lo que se subió a la ambulancia y juntas emprendieron temerosas un nuevo
viaje. Ahora solas.
Estando en el tercer albergue y luego de realizarle nuevamente varias pruebas a ella y a su hija, los doctores le notificaron a Ana que la menor había presentado un presunto caso
positivo. Que su hija estaba a salvo. Según ellos, la prueba anterior había arrojado ese resultado a causa del cansancio de aquellas semanas. Así que de inmediato las dos regresaron al hotel para estar de nuevo con sus familiares y así poder regresar de nuevo a casa.
Días más tarde, el autobús que los llevaría de regreso a su ciudad llegó al refugio. La familia se subió y tras recorrer un par de kilómetros llegaron a su hogar, ubicado en Tinaquillo. Sus familiares al verlos los recibieron con un fuerte abrazo. Estaban de nuevo reunidos, estaban de nuevo en su hogar.