Por: Oscar Güesguán
La decisión de abonarme para ver a Millonarios hoy en esta ocasión no ha sido sencilla. Sé que no soy el único al que le pasa. Hasta el 23 de julio, según el periodista Cristian Pinzón, 8.831 personas han pagado por su puesto en todos los partidos del torneo clausura de la Liga BetPlay.
El debate sobre los abonos ha caído en un maniqueísmo absurdo: el que se abona es un buen hincha y el que no, no lo es. La consigna de “no abandonar” es tan radical como irracional. Pero, ¿por qué cuesta tanto tomar una decisión al respecto? ¿Por qué, para mí, la discusión trasciende lo económico? ¿Ir al estadio es la única forma de demostrar el amor por un equipo?
Para responder, quisiera mirar lo que ha pasado con Millonarios en el último año, evaluar la gestión y la retribución que el club ofrece a sus seguidores. De entrada, hay que reconocer algo fundamental: ser hincha de un equipo no implica automáticamente una contraprestación. No es: “yo pago, tú ganas títulos”. No funciona así, aunque quisiéramos que sí.
Ser hincha va mucho más allá. Adaptando una idea de Slavoj Žižek, es una fe sin garantías: una creencia que no se basa en certezas, sino en la aceptación de la incertidumbre. Creer pese a no tener certeza del paraíso, de la salvación o, en este caso, de la victoria. Creer porque el alma encuentra plenitud en esa incertidumbre.
Claro, esto es algo íntimo. Cada quien lo resuelve como le plazca. Pero lo externo también influye en ese monólogo interior. Y aunque no hay forma de garantizar el éxito deportivo –basta ver lo que pasó con el PSG de Messi, Neymar y Mbappé– lo cierto es que las decisiones dirigenciales sí pueden aumentar o reducir las posibilidades de conseguirlo.
Millonarios es un equipo que desde finales de los 80 vivió una profunda crisis financiera y deportiva. A finales de los 90 parecía no haber retorno: no había dinero para salarios y comenzó la era del “arroz con huevo”, un periodo que moldeó el temperamento del hincha azul y consolidó la idea de “no abandonar nunca”.
Belmer Aguilar, quien jugó en Millonarios en 2003, recordó:
“Hubo una situación que marcó el antes y el después. Nos reunimos los mayores, como siete, y dijimos: no hay dinero, pero estamos en Millonarios; no hay ropa de entrenamiento, pero estamos en Millonarios; no sabemos si nos van a pagar, pero estamos en Millonarios. Y si vinimos acá, vamos a disfrutar y a sudar la camiseta”.
Ver rueda de prensa:
Cuando parecía que no había más qué hacer, Amber, de la mano de Joseph Oughourlian, comenzó a invertir en Millonarios. En 2013, ese fondo de inversión se convirtió en el máximo accionista del club. Gracias a esa decisión, Millonarios existe hoy. Pero los hinchas aún arrastramos el trauma de los tiempos difíciles. Ese miedo nos hace agradecidos y la gratitud, a veces, nos vuelve conformistas.
Millonarios es hoy una empresa sólida: se pagan salarios a tiempo, lo que no es poca cosa en el fútbol colombiano. Pero también es un club que hizo fama por contratar jugadores baratos, libres y sin muchos pergaminos. Futbolistas que, en otras condiciones, quizá nunca habrían vestido la camiseta azul. Eso explica por qué Alberto Gamero tuvo tanto respaldo, y también por qué David González asumió su primer semestre de 2025 con una nómina tan limitada.
Millonarios hoy: el efecto Falcao
La llegada de Radamel Falcao solo postergó la crisis futbolística. Su figura eclipsó el fichaje de otros jugadores que ni siquiera fueron titulares: Daniel Mantilla, Félix Charrupí, Jovani Welch, Juan José Ramírez, Jhon Emerson Córdoba. Nos ilusionamos con Falcao, pero una golondrina no hace verano.
La baja venta de abonos refleja un inconformismo legítimo, no un capricho. Es evidente que la presencia de Falcao generó un alza en la venta de entradas en sus dos semestres en el club. Pero su salida no explica, por sí sola, la resistencia de este semestre. El hincha percibe que el esfuerzo dirigencial es insuficiente. Que Millonarios está un paso atrás.
Salieron diez jugadores: Jovani Welch, Félix Charrupí, Jader Valencia, Álvaro Montero, Daniel Cataño, Daniel Mantilla, Iván Arboleda, Jhon Córdoba, Falcao García y Kevin Palacios. Las altas confirmadas son tres: Álex Castro, Cristian Cañozalez y Guillermo de Amores. Algunas salidas eran necesarias, pues su rendimiento fue bajo.
Por citar dos casos, Charrupí, ahora en Bucaramanga, jugó solo 10 partidos en el primer semestre de 2025; en 9 no fue convocado. Mantilla, fichado por Llaneros, jugó también 10 partidos, fue titular en 5, suplente en 1, y no convocado en 10. Este panorama muestra que el equipo no solo perdió cantidad, sino también jerarquía y alternativas.
No escribo esto para convencer ni para juzgar. Solo quiero señalar que, hasta ahora, las señales de la dirigencia están lejos de ser un acto de contrición. Las desafortunadas declaraciones de Gustavo Serpa sobre Falcao, Leo Castro, Álvaro Montero y Juan Pablo Vargas evidencian la dificultad de tener un contrato bajo esta administración. Y lo mucho que cuesta, a los dueños del equipo, reconocer que hay cosas por mejorar.
El modelo de negocio de Amber tiene a Millonarios atrapado. Entendemos la prudencia después de décadas de malas decisiones. Pero la competitividad no puede estar secuestrada por ese miedo. Ganar títulos no es un lujo: es parte de la esencia de un club grande. Los resultados de esta dirigencia son pobres o inconclusos. Y mantener el rumbo actual es elegir la mediocridad por encima de la gloria.
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Mauricio García Villegas escribió: “El optimista calcula con la balanza un poco inclinada hacia el éxito; el entusiasta se imagina ese éxito y se empeña en conseguirlo (…) lo contrario del entusiasmo es la apatía, que es como la hibernación del espíritu, el abandono del dios interior”.
En Millonarios, lo que se percibe es una renuncia a ese entusiasmo. Una hastío con lo que implica representar a una institución con tanta historia. Los hinchas, en cambio, nos reconocemos a partir de esa grandeza. Tal vez eso explique por qué siempre estamos y estaremos. En eso percibo una forma de dignidad.
Los rituales nos ayudan a darle sentido a lo que hacemos. Y en el estadio, para nosotros, se cierra el círculo. Aunque eso implique frustrarse, odiar al jugador mezquino, lamentar los goles fallidos. No es la única forma de amar, pero para mí, es una de las más profundas. Gracias a ese ritual he podido abrazar a mi papá, a mi hermano y hasta a desconocidos.
Hoy comienza una nueva campaña y, pese a los directivos, tenemos que volver a intentarlo. Sea desde el sofá de la casa o desde la tribuna, seguiré al equipo, así eso me implique días de frustración por lo no conseguido. Me aferro a una fe sin garantías.
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