Por: Paulina Leyva Casas
Era domingo en la tarde, 1992, yo tenía 6 años, nunca olvidaré esa pandilla en el barrio 20 de Julio, al sur de Bogotá, que intentó robarnos a Pirulo, pero que de un momento a otro y como si fuera una inocentada, cambió su actitud intimidante por una de absoluto respeto y benevolencia hacía mi papá y todo porque creyeron que estaban al frente del mismo Pablo Escobar Gaviria, El Patrón.
Pirulo, era una camioneta Renault 18 color azul, que mi papá acababa de comprar y en la que pasearíamos todos los fines de semana en familia.
En una de esas salidas, mi padre decidió que fuéramos al popular barrio, reconocido por la veneración al Divino Niño Jesús y venta de artículos religiosos, tras la insistencia de mi madre de comprar una biblia que me habían pedido en el colegio.
Estábamos todos en la camioneta, cuando de la nada aparecieron 4 o 5 jóvenes con la ropa desgastada y actitud poco amable, más bien desafiante y aterradora. Aunque sus caras no las recuerdo bien, mi memoria rescata los nervios e inseguridad que despertaron en mí cuando empezaron a acercarse a la camioneta.
Nos rodearon y dispuestos a todo, de manera retadora, se acercaron a mi papá para lograr su cometido. Recuerdo como todas las ventanas estaban arriba, mi mamá angustiada repetía ¡nos van a robar!
Mi hermano y yo nos acercamos el uno al otro en la silla de atrás, como buscando refugio sin haberlo pedido con palabras, pero suplicado con la mirada brillosa por el susto. Mi padre sólo decía: tranquilos.
Mi papá bajó el vidrio, miró sostenidamente al que parecía ser el líder, este, sin decirle nada, como víctima de una metamorfosis fulminante, al verle la cara, se acercó y completamente avergonzado, exclamó: ¡Perdón, perdónenos Patrón, no sabíamos que era usted!… exigió a sus secuaces apartarse para dejar seguir al “Patrón”, reiterando siempre sus excusas por la impertinencia cometida por su gente.
Mi papá aceleró un poco la camioneta para salir de la calle de honor improvisada hecha por los ladrones, y tras doblar la esquina soltó una carcajada. Yo no entendía lo que pasaba, mi hermano igual. Estaba pasmado y sólo preguntó ¿Qué pasó?… Mi mamá miró a mi papá y con una expresión de agradecimiento a Dios nos hizo entender que el susto había pasado y nos habíamos salvado del robo.
“Por fin me trajo algo bueno parecerme a Pablo Escobar”, exclamó mi padre en medio de su risa, que más de victoria, era una reacción nerviosa de lo que acabábamos de vivir.
Y sí, por raro que me pareciera, eso había pasado, nos acabábamos de salvar de un atraco, porque el líder de la pandilla confundió a mi padre con el capo más buscado en ese momento por las autoridades y aunque mi papá no lo planeó así, fue lo mejor que nos pudo suceder en ese instante.
El Patrón que nos salvó del robo
Recuerdo la primera vez que escuché el nombre de Pablo Escobar; mis padres nos llevaban a mi hermano y a mí al aeropuerto para que viéramos de cerca los aviones, mientras algún día se nos daba la oportunidad de viajar en uno. Fue allí donde, por primera vez, escuché ese nombre, justo cuando un policía detenía a mi papá, quien me llevaba de su mano, para una requisa.
No sabía que era una requisa, solo veía al policía tocando por todos lados a mi papá y mi mamá con mi hermano adelante hablando con la compañera del uniformado. No sentí miedo, tal vez por las risas que se compartían en el momento y que terminaron cuando el policía de la manera más amistosa y con un saludo de mano le dio el paso mi papá.
-¿Qué pasó papi?, le pregunté.
– Nada mi amor, lo de siempre, otro que me creyó Pablo Escobar.
– Pablo Escobar?…
-Sí, el de las bombas de los noticieros… ¡vamos!
Tras la explicación quedé igual, no sabía quién era Pablo Escobar y menos porque el policía creyó que ese era mi papá.
Años después, mi papá me contaría que en junio de 1981, cuando él viajó a Nueva York para participar en el campeonato mundial abierto de Ajedrez de ese verano, fue la primera vez que lo confundieron con El Patrón.
“En esta época no se sabía mucho de Pablo Escobar en Colombia, Yo no sabía quién era. Pero los “gringos” ya tenían indicios… … El avión partió de Bogotá e hizo escala en Medellín antes de arribar a Nueva York, lo que alertó a las autoridades norteamericanas, quienes ya lo buscaban por ser un traficante de marihuana hacía ese país”.
Mi papá no entendía nada, no solo porque no hablaba inglés, sino porque la tensa situación lo aturdió, no era fácil estar en medio de agentes de la DEA destrozando sus pertenencias, buscando quien sabe qué cosa y sin ninguna explicación.
“En el aeropuerto me rompieron la maleta. Botaron mi ropa en la banda transportadora del equipaje. Una mujer, que venía en el avión me dijo que si no habla inglés solicitara un intérprete, porque me podía meter en líos judiciales.
Me llevaron a una oficina, yo pensé que era para recibir mi declaración y responderme por los daños. Pero realmente era para tener contacto directo conmigo e indagar mejor mis pertenecías y mi pasado”.
Tras dos largas horas de inspección y confirmar que este hombre no era el que buscaban, los agentes valuaron los daños en 130 dólares y obligaron a la aerolínea a pagar la maleta. Ante el “incidente” funcionarios de Migración colocaron a mano en el pasaporte de mí padre el motivo de su presencia en el país y su tiempo de estadía.
La confusión ya no era una broma
Creo que con el tiempo a mi padre sí le empezó a preocupar el asunto. Recuerdo una vez que lo vi muy angustiado cuando en familia fuimos al estadio el Campín a animar a nuestro rojo cardenal, (así como Pablo Escobar adoraba al Nacional, al punto de meter dineros sucios para comprarle una copa, mi papá siempre ha venerado a su “Santafecito lindo”, pasión que nos transmitió magistralmente a mi hermano y a mí).
En esa ocasión y como había pasado en el aeropuerto, mi mamá y mi hermano lograron entrar y yo me quede afuera esperando que otros policías manosearan a mi papá.
Me dio mal genio, me empezaba a fastidiar que siempre sucediera lo mismo, pues en una de esas competencias ingenuas que se pactan los hermanos en la infancia, mi hermano iba a ver los jugadores primero que yo, por lo que decidí que en adelante yo me iría con mi mamá y sería mi hermano el que tendría que esperar.
En medio de mi determinación, noté cómo mi padre esta vez ya no sonreía, sino que alteradamente les decía a los uniformados que tuvieran cuidado conmigo, en medio de tanta gente me podía perder.
Mi papá les ayudaría en el procedimiento, que ya se sabía de memoria: presentar la cédula, la libreta militar, el carné de funcionario público y esperar que entre todos los policías se pasaran los documentos para que comentaran y hasta se divirtieran de su parecido con el hombre más buscado por las autoridades en ese momento, y así lo dejaran ir.
El mundo era toda una confusión
Pablo Emilio Escobar Gaviria empezó a salir del anonimato cuando decidió participar en la política nacional, convirtiéndose en el representante suplente a la Cámara por Antioquía, lo que motivó a gobernantes y periodistas a escudriñar su pasado, para descubrir que, pese a todas sus negaciones, el dinero de Escobar tenía procedencia ilícita, desencadenando una guerra entre narcotraficantes y gobierno, que escribe con sangre la historia colombiana de los años ochenta y noventa.
El poderío de Escobar llegó a permear todos los sectores del país, teniendo gente a su servicio incluso en lugares inimaginados; “Un día cuando fui con tu mamá al servicio médico de la ETB uno de los vigilantes del lugar pidió permiso para hablar conmigo. Me hizo una propuesta: si yo quería él me podía hacer el contacto directo con Pablo Escobar, para que trabajara con él y así lo pudiera cubrir en determinados momentos…Inicialmente me dio risa, luego mi respuesta fue no, yo no necesitaba nada de eso. Él me podía dar plata, pero el día que me mataran él, por más patrón que fuera, no me podría devolver la vida y tenía dos hijos que levantar”, me contaba mi padre, con la intención de enseñarme un poco más de la vida.
Mi papá fue enfático cuando me dijo que, aunque en apariencia la idea del ser El Patrónera tentadora por los lujos y extravagancias que da el dinero, jamás cambiaría la tranquilidad y seguridad de su vida honrada y trabajadora o la de su familia.
Y es que esta infortunada coincidencia de mi padre al parecerse al Patrón lo llevó a vivir un sin número de experiencias que, sin duda, nos enseñan otra cara de nuestra realidad.
A inicios de los noventa mi papá se encontraba recibiendo un curso de capacitación en la Ericsson en el centro de la ciudad. Pablo Escobar puso una de sus bombas muy cerca, a escasos 200 metros. En medio del susto y el caos natural generado por una situación así, sus compañeros empezaron a mofarse pidiéndole el favor que le dijera a su gente que “pilas, que por ahí tan cerquita no”.
Debido al parecido de mi papá con Escobar sus compañeros decidieron nombrar la oficina donde trabajaba como: La Catedral, cárcel de máxima seguridad donde estuvo retenido el reconocido narco.
Por los mismos caprichos de la vida a mi padre le designaron por la misma época un nuevo jefe, quien casualmente tenía gran parecido con Gilberto Rodríguez Orejuela (uno de los líderes del Cartel de Cali y enemigo declarado del Cartel de Medellín en cabeza de Escobar), situación que hizo que al equipo de fútbol de la oficina lo bautizaran como: “El Cartel de Suba”.
Era tal el parecido de mi papá con el “Patrón” que cuando tuvo que cambiar la libreta militar, el encargado de reclutamiento no quiso devolverle la foto que todos tenían que reemplazar por falta de corte de cabello, justificando que era “pecado mandarlo peluquear” porque perdería la gran similitud que tenía con el hombre más buscado por la justicia en ese momento y así le tramitó el nuevo documento.
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El temor una constante
Sin embargo, y pese a tener tantas experiencias divertidas, hoy en día mi padre reconoce que él vivía sumergido en un constante temor, no sólo porque el verdadero Pablo Escobar supiera de su existencia y nos secuestrará a nosotros para presionarlo que trabajará para él, sino por la angustia que le generaba caminar por las calles y toparse con algún familiar de una de las miles de víctimas que a diario sumaba El Patrón y que al confundirlo lo agrediera e incluso por la intención de hacer justicia por sus propias manos llegara a matarlo.
Esa situación lo exaltaba constantemente, tanto que quiso cambiar su aspecto físico y su forma de peinar, pero no pudo hacerlo porque por un accidente casero, a sus escasos 9 meses, a mi papá le cayó sobre la cabeza una olla de agua caliente y aunque la quemadura no impidió que le creciera el cabello si hizo que éste tuviera texturas diferentes y la única forma de acomodarlo era peinándolo de lado, tal cual el estilo del Capo.
Ante esto la única solución que halló para vivir un poco más tranquilo, fue hacerse amigo de algunos los capitanes de la SIJIN que vivían en la misma zona de vivienda fiscal que nosotros, esto con el fin de que si algo pasaba con las autoridades, ellos pudieran notificar el mal entendido y la inocencia de mi papá.
Para mi mamá también era muy duro, según ella, era doble miedo: Uno que las autoridades, la gente del Capo o cualquier persona le hicieran algo a mi papá por creerlo Escobar o dos que fuera víctima de alguna de las bombas que permanentemente estallaban el cualquier lugar público.
El verdadero parecido
El 2 de diciembre de 1993, el gobierno nacional con apoyo de la inteligencia militar estadounidense dio muerte en Medellín al jefe máximo de la mafia colombiana, el hombre que las autoridades vincularon con el asesinato de más de 10000 personas; el mismo que la revista Forbes, en 1989, declaró como el séptimo hombre más rico del mundo y una de las 10 personas más ricas de la historia.
Tras fugarse de la cárcel, en julio de 1992 y vivir en la clandestinidad, el hombre que logró desestabilizar a Colombia fue encontrado y asesinado por una llamada que le hizo a su hija, para recordarle que la amaba y recalcarle que todo estaba bien, aunque no fuera verdad. El hombre más poderoso del país fue ubicado por exponerse al amor de su familia.
Creo que esto es el único parecido que El Patrón tuvo con mi papá, pues siempre pregonó que su familia era lo más importante para él y el amor por sus hijos nadie podrá cuestionárselo jamás.
Sin duda, fecha histórica para el país. Ya no habría bombas, ya no habría muertos, ya podríamos salir a las calles con mi papá sin requisas ni demoras. Sin embargo, muchas veces después de la muerte de El Patrón, seguíamos sintiendo las miradas y el silencio espontáneo de las personas en centros comerciales y lugares públicos, incluso algunos insinuaban que el capo no estaba muerto porque lo veían caminar a su lado. Situación que se recalcaba con los grafitis de “Pablo vive”, que inundaban las calles de Bogotá y Medellín.
Muchos se solidarizaron con mi papá cuando se confirmó la muerte de Escobar, aseguraban que el hecho de que el Capo estuviera vivo implicaba un riesgo para él por cualquier confusión. Pese a esto mi padre no deja de reconocer que esta situación siempre le permitió tener mayor confianza con las personas, pues el parecido era tema obligado para iniciar cualquier conversación.
Así fue como crecí, como aprendí sobre el narcotráfico, las bombas, la guerra que vivió mi país en los ochenta y los noventa, sobre quién era El Patrón… y no me canso de repetir: que diferente hubiese sido nuestra historia si en vez de parecerse al Capo, hubiese sido Pablo Escobar el que se pareciera a Juan Alberto Leyva Angarita, mi papá.
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