Foto: Eje 21
Redactado por: Sneider Calderón
Armero, Tolima, eran las 9:09 de la noche del 13 de noviembre de 1985 cuando el Nevado del Ruiz, tras meses de advertencias y temblores, liberó su furia. La erupción no fue gigantesca, pero sí suficiente para derretir sus glaciares y desatar una avalancha que bajó con violencia por los ríos Azufrado y Lagunilla. En menos de dos horas, una mezcla de agua, lodo y rocas cubrió el municipio tolimense.
El desastre no fue un acto imprevisible de la naturaleza: científicos del entonces Ingeominas habían alertado del riesgo, pero las advertencias se perdieron entre la burocracia y la incredulidad. El resultado fue devastador: más de 23.000 personas murieron, y Armero, una ciudad que florecía con casi 30.000 habitantes, desapareció del mapa.
El dolor que habló al mundo
Entre el silencio del lodo y los gritos de quienes aún respiraban, emergió una voz que conmovió al planeta: la de Omaira Sánchez, una niña de 13 años que quedó atrapada entre los restos de su casa. Durante casi tres días, periodistas y rescatistas acompañaron su lucha por sobrevivir. Su serenidad, su valentía y sus palabras fueron una lección de humanidad en medio del horror.
La imagen de Omaira recorrió el mundo y se convirtió en símbolo de una tragedia que no debió ser tan grande. Su historia recordó la fragilidad de la vida, pero también la indiferencia que suele acompañar las advertencias ignoradas.
Cuarenta años después: el eco del silencio
Hoy, cuatro décadas más tarde, Armero es un camposanto cubierto de maleza, donde los árboles crecieron sobre los recuerdos y las ruinas. Allí, cada 13 de noviembre, familiares, sobrevivientes y visitantes encienden velas, oran y colocan flores sobre lo que alguna vez fueron calles, escuelas y hogares.
El Gobierno nacional, junto a la Unidad para la Gestión del Riesgo y el Servicio Geológico Colombiano, ha organizado actos de conmemoración para rendir homenaje a las víctimas y recordar las lecciones que dejó la tragedia. En el lugar, un monumento marca la entrada: “Armero, 13 de noviembre de 1985. Aquí dormimos para siempre.”
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Las lecciones que nos dejó el desastre
De la tragedia de Armero surgió un cambio profundo en la manera como Colombia enfrenta los riesgos naturales. Se crearon el Sistema Nacional para la Prevención y Atención de Desastres y más tarde la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD). Se fortalecieron los sistemas de monitoreo volcánico y las alertas tempranas.
El país aprendió, a un costo altísimo, que los desastres no siempre son “naturales”. Son el resultado de decisiones humanas, de falta de preparación y de la desconexión entre la ciencia y la política. Sin embargo, los expertos advierten que aún persisten riesgos: el Nevado del Ruiz sigue activo, y el olvido, quizás el más peligroso de todos, amenaza con repetirse.
Armero en la memoria: no olvidar para seguir viviendo
Visitar Armero hoy es recorrer una ciudad fantasma que se rehúsa a desaparecer del todo. Los sobrevivientes hablan con nostalgia y con la fuerza de quienes aprendieron a empezar de nuevo. Algunos regresan cada año a encender velas sobre la tierra donde alguna vez jugaron sus hijos, levantaron sus casas o sembraron sus sueños.
Allí, entre cruces y recuerdos, el silencio pesa. Pero también florece la esperanza: la de un país que, al recordar, evita volver a tropezar con la misma piedra.
Reflexión final
Cuarenta años después, la tragedia de Armero sigue siendo una herida abierta, pero también un espejo que nos obliga a mirar de frente la responsabilidad colectiva. Recordar a las víctimas no es un simple acto de nostalgia: es un compromiso ético con la vida, con la ciencia y con la verdad.
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